Vivir para contarla (Ascenso al Domuyo, marzo 2009)

Lo que sigue es lo que sucedió en la última jornada de una expedición al Domuyo, en el norte de la provincia argentina de Neuquén, que realicé con otras cinco personas, en la Semana Santa de 2009. Normalmente suelo contar las expediciones “montañeras” día por día. Esta vez haré tan sólo un resumen de los primeros días y narraré en detalle solamente el último pues fue el más impresionante.
El Domuyo es llamado “volcán” pero no lo es, pues pese a que los lugareños insisten en ello, los vulcanólogos lo han catalogado como simple cerro. El grupo lo integrábamos seis personas: dos chicas de Buenos Aires que se conocían entre sí –ambas de nombre Cecilia por lo que bauticé a una de ellas “Bolo”, por Cecilia Boloco, dos chicos también de capital que también iban juntos de nombres Diego y Gastón, Esteban de Pinamar y el suscrito. No pudimos concretar la cumbre, que tiene 4700 metros, quedándonos en 4300 pues allí se produce el único inconveniente técnico que presenta el Domuyo: una nevée (se utilizan muchos términos franceses en montañismo. Son históricos pues fueron los galos los primeros en desarrollar este deporte en los Alpes) de no más de 60 metros de largo pero con una pendiente de 55 grados. Estaba totalmente convertido en verglass o hielo duro, intransitable con grampones, que era lo único con que contábamos. Se requiere para sortearlo, tornillos de hielo y soga, y de hecho la única expedición que consiguió hacer cumbre fue la de una pareja de canadienses, campeones de escalada en hielo en su país, que contaban con esos elementos. Ellos eran verdaderos montañistas, o sea, personas sinergizadas con la montaña, que la entienden, no la subestiman y se fusionan con ella. Nosotros somos solo montañeros, aficionados y amantes de la altura, el frío y la inmensidad eterna que solo las montañas pueden proporcionar. Que el nevée es de temer y debe ser respetado, lo prueba el hecho de que un montañista que falleció el año pasado por resbalar en este lugar.
Cuando el domingo santo emprendimos el regreso, lo hicimos con bajas reservas energéticas pues debido a un error de planificación, la comida se había agotado el día anterior en nuestra expedición. Tan mal calculada estaba la alimentación por parte de los guías que el sábado al volver de diez horas de montaña no pudimos ingerir alimento alguno. Nos salvó un canadiense que estaba solo, que nos dio un salchichón y un poco de queso y eso fue todo lo que comimos los seis. Tan poco era que yo se lo daba en la boca a cada uno pronunciando un “en el nombre del Padre, del hijo…” ¡como si fuera una hostia sagrada!
Una vez desarmado el campamento, volver al punto donde habíamos dejado el auto parecía un paseo para ancianas y Gastón y yo, contrariando las reglas del arte, nos separamos del grupo para hacer el trayecto a buena velocidad, casi corriendo. Pero las cosas no resultaron tan sencillas como todo hacía parecer que serían. Vaya a saber por qué, pero el hecho es que faltando poco para la llegada, tomamos un camino equivocado y nos perdimos total y absolutamente. Estábamos solos en el medio de la nada, en el cajón del río Covunco, sin carta ni GPS ni brújula ni conocimiento alguno del área. Tampoco teníamos comida y como dije, veníamos con las reservas muy bajas. Decidimos avanzar con el río en la convicción de que más tarde o más temprano, todo río termina llevándolo a uno a la civilización. Pero el Covunco se transformó en un cajón empinado, donde el avance se hizo cada vez más lento y peligroso. Pasaban las horas y procurábamos no ponernos nerviosos, pero no siempre es fácil. Teníamos que subir grandes barrancos y volver a bajarlos para ir avanzando. Esto iba comiendo piernas en gran forma. En determinado momento divisé humo y pensé que estábamos salvados, que eso significaba presencia humana. Pues no, se trataba de una zona donde el anhídrido sulfuroso sale de la tierra en grandes columnas que parecen humo –vean la foto adjunta de Gastón frente a una de esas columnas de “humo”-. Atravesamos esa región rápidamente pues el azufre altera la voluntad, dejándolo a uno inactivo frente al peligro. Luego sobrevienen el desmayo y la muerte.
Tuvimos que otra vez escalar una pared –sin otros elementos que las manos-, de piedra casi hirviendo debido a la actividad geotérmica. También había géiseres, o sea, brutales chorros de agua -ver foto- que salían de la tierra violentamente a unos 90 grados de temperatura. Había que esquivarlos todos pues a esa temperatura, el agua quema. Piensen que el agua del mate está a algo menos, unos 80 grados y ya produce quemaduras de segundo grado. Y no sale en los volúmenes que se ven aquí.
Pasaban las horas, el sol comenzaba su camino al ocaso y la situación no mejoraba. En determinado momento yo había visto una huella de un felino en el fondo de un pequeño arroyito o quebrada, parecida a la del gato siamés que tengo en casa pero tres veces más grande. Debí haberme dado cuenta que si una huella está perfectamente visible en una superficie sobre la que pasa agua, es porque es muy reciente, caso contrario el líquido elemento la habría hecho desaparecer. Pero fue tarde porque cuando me di vuelta para consultar a Gastón respecto de por donde continuar, un puma o yaguareté saltaba sobre mi compañero de forma tan violenta que lo derribó al piso. Sus garras le hirieron el brazo derecho del que comenzó a brotar abundante sangre y las fauces que abría, no serían seguramente para hacerle cariños o darle besos. Yo lo golpeé con lo único que tenía a mano, el bastón de caminata. Pero como los bastones no son macizos sino huecos para darles liviandad, aunque puse toda mi fuerza en la tarea apenas pude hacerlo salir de arriba del cuerpo de Gastón, lo que no fue poco logro, claro. Ahora pareció dirigirse a mí, y mientras su vista y su atención cambiaban de objetivo yo aproveché para sacar el cuchillo que siempre llevo a la cintura.
Este cuchillo tiene una historia que merece ser contada. Fue hecho con un pedazo de la puerta de metal que permitía el ingreso –o mejor dicho, que impedía la salida- del pabellón de “intelectuales” de la cárcel de Punta Carretas de la dictadura militar uruguaya en el que estuve unos cuantos meses. Por qué motivo alguien podría calificar a este servidor de intelectual –tenía 19 años y no podía haber leído nada interesante aún- es una prueba de la ignorancia supina de la soldadesca que decidía estas cosas y que seguramente nunca había pasado de la colección “Robin Hood”, si es que a ella habían llegado. Había otro pabellón de homosexuales, otro de presos peligrosos y otro de “comunes”, o sea, personas condenadas por delitos no políticos. Con la llegada de la democracia la cárcel fue demolida y la empresa que ganó la licitación para transformarla en un centro comercial –o shopping como les dicen algunos- resultó propiedad de un amigo, quien me regaló la puerta, con la que yo hice este cuchillo. Su hoja es irregular y de fundición, no de acero como casi todos los facones que Ud. conoce, por lo que está siempre oxidada. Creo que no mata porque corta sino del tremendo tétanos que se agarra quien tiene la mala suerte de recibirla en sus entrañas.
Pero volvamos al cañón del río Covunco. El puma o lo que fuere resultó tener más miedo que yo, o al menos pensó que las cabras que no faltan en las zonas habitadas de esta región, eran presa más fácil que estos agresivos bípedos, así que se dio media vuelta y se perdió en el risco. Yo me saqué mi “primera piel” (así llamamos a la remera o similar que uno lleva pegada al torso en la montaña), arranqué de ella las mangas, las até entre sí y con la cinta así formada y un palo, hice un torniquete en el brazo dañado de Gastón, luego de haberlo higienizado en agua del río. A Gastón le dolía el brazo y a mí el gasto, porque la remera era una Low Alpine, comprada en “Paragon Sports” de Nueva York en no menos de 150 dólares. (¡Ahora a la distancia, es fácil reírse de lo que nos pasó!)
Seguíamos avanzando pero tan lentamente que creo que cien metros lineales de río nos deben haber llevado media hora, tal vez más. Yo deliraba un poco, comparaba nuestra situación con las de los uruguayos perdidos en los Andes en 1971. Por suerte, Gastón es más realista y bajaba la conversación a tierra.
Se hizo la noche y no sabíamos cuanto habíamos hecho ni cuanto faltaba. Felizmente ninguno se puso nervioso y si alguno de los dos lo hizo, no lo exteriorizó. Si bien no es altísima montaña, el lugar está a 3000 metros sobre el nivel del mar y a esa altitud en la montaña en marzo, las noches pueden ser muy frías. Sólo contábamos con una campera cada uno, felizmente, buenas camperas de duet, o pluma de ganso. Había que buscar un lugar para dormir y algo para comer. Encontramos una gruta a nivel del río, cuya entrada tenía unos metros de agua a veinte centímetros de profundidad, pero luego el piso subía y estaba seco. Le sacamos una foto a la entrada de la caverna que aquí adjunto. Eso sí, había que sacarse las botas para entrar y el espacio era apenas suficiente para los dos sentados. Pero eso al menos aseguraba no morir de hipotermia. En la pequeña gruta había muchos vampiros chicos. –también sacamos una foto al techo lleno de ellos- Yo recordaba que en la famosa “Maratón de Sables”, ultramaratón de 240 kms a través del desierto del Sahara en África, hace unos años se perdió un italiano que consiguió evitar morir de deshidratación tomando la sangre de los pequeños murciélagos que encontró en una caverna y a los que les arrancaba la cabeza. Para nosotros el tema no era deshidratación porque estaba el río, pero la sangre es alimento y el cuerpo del vampirito, proteínas. Así que ni dudé en mandarme unos tres. Gastón tuvo al principio cierta aprehensión, pero el hambre terminó pudiendo más que sus temores.
Es increíble como eso que tanto amamos, la naturaleza y sus facetas, la montaña, el viento, el río, los riscos, la altura y el frío, elementos todos con los que durante el año soñamos como si fueran una novia, pueden bruscamente y de un instante para el otro tornarse agresivos y amenazar hasta nuestras propias vidas. Ud. me dirá que más de una novia también tiene esa transformación, y no es mentira.
Como Dios no hace las cosas al azar, yo había leído recientemente “Cultura Mapuche VI: flora y fauna” de Critaldo Nepumoceno, que describe muy extensamente los frutos de que se alimentaba este pueblo originario de esta zona del continente americano. Una de sus frutas predilectas es el chapolencú. El problema es que hay dos variantes, idénticas exteriormente. Una es comestible y la otra muy venenosa. Esta última contiene una capa blanca gelatinosa entre la cáscara y la pulpa, que ataca el sistema linfático, produciendo unas contracciones conocidas como sinotimia, luego destruye el sistema nervioso y el enfermo termina muriendo al cabo de pocas horas, asfixiado por su propia lengua luego de una horrenda agonía en la que su cerebro permanece totalmente consciente del sufrimiento que va minando sus energías y su vida. Por suerte yo sabía distinguirlas pero no le aclaré nada de esto a Gastón pues seguramente iba a dudar de mi habilidad para hacer la diferencia y no querría comer. Así que le llevé una docena de frutas y entre estas y los murciélagos, comimos dignamente.
Ya en el campamento los días anteriores habíamos sentido dos pequeños temblores de tierra, originados seguramente en las erupciones de dos volcanes cercanos, en Chile, uno de ellos el Llaima al que también subí hace ya muchos años. La actividad de géiseres y columnas de azufre de las que hablé antes también tiene que ver con esto seguramente. Mientras intentábamos dormitar en la caverna, se produjo un tercer movimiento sísmico, seguido inmediatamente de un ruido tumbero y ensordecedor: eran piedras que el temblor había puesto en movimiento en las laderas del cañón del río y que ahora caían con gran estruendo a sus aguas. Nosotros rezábamos para que ninguna fuera a cerrar el acceso a la caverna, porque morirse en el montaña vaya, pero encerrado y por asfixia y sin luz, eso ya es demasiado.
Cuando salieron los primeros rayos del sol emergimos de la caverna. El paisaje había cambiado bastante con el alud y a unas decenas de metros de nuestro improvisado hotel, una ladera había colapsado por completo. Temblé de pensar que podía haber ocurrido sobre la puerta de la gruta.
A media mañana –aunque nunca supimos la hora con certeza, pues ninguno tenía reloj, nos vimos en la necesidad de atravesar el río, que allí tenía unos seis metros de ancho y una fuerte correntada grado 3, quizás 4. Gastón lo cruzó sin inconvenientes pero yo perdí pie y fui arrastrado por la correntada. Había cometido un error que estuvo a punto de costarme la vida. La norma, el protocolo montañero, dice que uno debe aflojarse la mochila al vadear un curso de agua, de modo de, si es necesario, poder desprenderse de ese peso. Yo no lo había hecho y el peso de la mochila me hundía. Estaba tragando mucha agua. Gastón corrió por la ribera del río hasta un lugar en que una piedra le permitió acceder casi a la mitad de la corriente instantes antes de que yo llegara a ese punto. Si seguía de largo, caía en una cascada de unos cuatro metros de altura y es poco probable que sobreviviera pues ya había tragado demasiada agua. Gastón me retuvo de un asa o manija que las mochilas tienen en su parte superior, nunca supe para qué. O mejor dicho, nunca hasta hoy supe para qué. Si Gastón me quedó debiendo la vida con lo del puma de ayer, ahora puso la cuenta en uno a uno.
Como a mediodía decidimos que seguir avanzando era suicidio y decidimos retornar. Al menos sabíamos hacia donde íbamos, el campamento del que habíamos partido. Encontramos un sendero tenuemente marcado, seguramente utilizado por un arriero local para llevar sus cabras de “veranada” como se conoce localmente al traslado que en tiempo de verano los pastores hacen del ganado montañés hacia lugares en los valles donde crecen pastos abundantes y verdes. A juzgar por las huellas y el estiércol, era un jinete, dos mulas y muchas cabras. Uno distingue las huellas de un caballo de las de una mula, pues estas últimas son más chicas y “cerradas”, o sea, se parecen más a la letra griega omega que las de un caballo. Lamentablemente, la humedad y consistencia del estiércol –totalmente seco en su exterior, pero oloroso y flexible en el interior- indicaba que habían pasado por allí hacía entre dos y tres semanas. No había por tanto posibilidad alguna de esperar encontrar al dueño de esa tropilla, pero al menos el camino, por ir cortando cerros, nos permitió volver con mucho menos esfuerzo y mucho más rápidamente.
Debe haber sido como a las tres o cuatro de la tarde, que oímos un grito humano, muy lejano, a nuestra izquierda, al otro lado del enorme cañón del río –la foto adjunta da idea de cuan profundo es. En el fondo se ve pequeñito, el río- que ahora habíamos dejado bien abajo pues caminábamos sobre las crestas de los cerros. El grito nos revivió las esperanzas de salir vivos de esa odisea y desvió nuestras miradas en esa dirección. Vimos en lo alto de un cerro, muy lejos, un auto y dos personas al lado. Estábamos salvados y lo festejamos. Luego sabríamos que el grito había sido de Beto, nuestro guía. Y el auto de nuestros compañeros, que instruidos por Beto circulaban de un lado a otro por el camino de ripio con prismáticos procurando vernos o ser vistos por nosotros. La corriente del río hacía muy difícil escuchar las voces pero el cajón las amplificaba supongo y gracias a ello llegaban a nuestros oídos. “Se perdieron, boludos”, escuchamos desde el infinito. Ahora estábamos risueños, habíamos recuperado el humor y dijimos: “Ya te vamos a dar a quien seas, tratarnos de boludos”. Aún restaba sortear el río, para lo que había que bajar el cañón de, estimo, unos 150 metros de profundidad, volver a subirlo del otro lado y luego encarar un cerro –sin ninguna dificultad técnica- cuya altura parecía ser de unas tres veces la profundidad del cañón, o sea, uno 450 metros. En una hora estamos a salvo nos dijimos mientras nos fundíamos en un abrazo. Cuando estábamos por alcanzar la ruta de ripio y aunque todavía no la veíamos, el corte recto, horizontal, típico de una obra humana me hizo gritar “Eureka, eureka”.
Ya todo había terminado, y con la aventura también terminan estas líneas. El resto fue soportar –no había como evitarlo- las puteadas del guía y de nuestros amigos a quienes habíamos hecho pasar no pocos nervios, atender la herida que Gastón tenía en el brazo y comer y comer pues estábamos famélicos y muy cansados. La especialidad gastronómica de la zona es el chivito asado y de uno dimos cuenta.
Nadie muere en la víspera, decía el riojano más famoso y probó ser cierto. Lo que pudo ser una tragedia me enseñó que uno nunca debe subestimar un “trekking”, nunca debe perder contacto visual con su guía y nunca debe salir de caminata sin una buena carta. Yo agradecí al cielo que esta odisea me tocara vivirla con Gastón, que siempre conservó el aplomo y no se dejó vencer ni cuando fue seriamente herido por el puma y que tiene un condicionamiento físico importante, caso contrario hubiéramos colapsado en algún momento.
Fueron las 28 horas más angustiantes de mi vida, y creo que también de la de Gastón. Horas en que nos conocimos en gran profundidad, pues en la caverna nos contamos muchas cosas, logros, frustraciones, deseos, afectos. Pasado y presente de nuestras vidas. Secretos que quedarán para siempre entre nosotros y el que ahora pasará a ser el inolvidable cajón del río Covunco.

Andacollo, Neuquén, abril de 2009

The making of  Domuyo – Cómo inventé la odisea que nunca existió

Hasta que el texto comienza a describir el extravío, todo es cierto. O sea, fui con un grupo de cinco personas a subir el Domuyo y aunque no hicimos cumbre, llegamos cerca.
Pero no estuvimos con Gastón extraviados 28 horas sino apenas tres. No hubo por tanto pernocte en caverna, ni caverna, ni vampiros (¡qué asco!). La foto de la caverna –que muestra ingreso con piso húmedo, con agua, tal como lo describe el texto-, es bajada de Internet y de de una caverna eslovena. La foto de vampiros, de una gruta israelí.
Nunca llevo cuchillo a la cintura –solo Blackberry-, no hubo puma alguno –aunque sí vimos una huella y a partir de ella creé toda la historia del ataque. Tampoco estuve preso en los años de dictadura en Uruguay, entre otras cosas porque era un pendejo y nada jugado. En realidad, estuve preso un día, ¡pero por dar una fiesta absolutamente borracho a media cuadra del velorio de un coronel!
Lo de que una correntada estuvo por ahogarme tampoco ocurrió claro. Pero sí me ocurrió exactamente eso años atrás en un río en el norte de Brasil y de ahí traje la anécdota. De hecho, está narrada con similares palabras en mi texto de aquella expedición. Pero cascada de cuatro metros no había ni en el río de Brasil.
Todo el asunto de las huellas de caballos y mulas y la humedad del estiércol, es para dar idea de que uno es baquiano ducho, que conoce el lenguaje de la naturaleza, que sabe leer rastros. En realidad, no hay ninguna diferencia entre las huellas de una mula y de un caballo y toda esa historia que escribí de que una se parece más a la letra griega omega que otra, es delirio total.
El extravío no ocurrió a 3000 metros sino a 2400 pero sumarle algunos centenares hacía el ambiente más hostil para los que conocen un poco. No podía exagerar más, porque si ponía 4000 metros por ejemplo ¡estaba casi en la cumbre del Domuyo!
Que el Covunco forma un cañón en el que es muy difícil avanzar es verdad, como también que tuvimos que escalar paredes de piedras muy calientes. Hay siempre que partir de alguna base real, para que el conjunto de la narración resulte verosímil. Salvo, claro que uno sea un verdadero escritor. Conan Doyle, aunque solo conocido como el creador de Sherlock Holmes, también ha escrito mucha otra cosa, entre ellas un notable cuento que ocurre en la cima de un tepui –montaña chata como un pastel, en el sur de Venezuela y norte de Brasil hay varios- ¡y mete allí hasta dinosaurios! Conan Doyle nunca escaló nada, menos un tepui, ni puso un pie en su británica existencia ni en Brasil ni en Venezuela. Pero era un escritor de raza.
La erupción del Llaima también es real, está ocurriendo en estos días y todo el mundo lo sabe. Eso ayuda a hacer creíble lo de los temblores, los géiseres y todo eso.
Nunca hubiera sacrificado una Low Alpine de 150 dólares por el brazo de nadie porque soy un miserable, no vimos géiseres –aunque dicen que los hay- y la foto es de Islandia. Sí vimos nubes de azufre y por eso hay una foto con Gastón delante. Esto hace que el lector tienda a dar crédito a todo el resto, es parte del proceso de crear verosimilitud.
La foto del cañón del Domuyo, que da idea de su profundidad, es legítima pero no la saqué yo, la bajé de Internet. No hubo temblor ni tampoco alud, obviamente. El río torrentoso de seis metros de ancho es en la vida real un arroyo de dos metros, que buscando el lugar adecuado, se puede cruzar saltando sin mojarse uno las botas.
El asunto del alud que podía haber tapado la puerta de la gruta, lo imaginé inspirado en dos cosas: una, el alud de nieve que sí les hizo exactamente eso a los uruguayos en los Andes en 1971 (cubrió completamente el avión) y una conversación casual con el guía, que nos contó que un paisano de la región había encontrado montones de piedras grandes en los alrededores de su casa –vive cerca de un risco- caídas en los dos mini temblores que sí ocurrieron los días anteriores. Mezclé ambas cosas y… bingo.
Calificar la correntada del río en grados “tres, quizás cuatro” da idea de que uno ha hecho mucho rafting y otra vez, aumenta el aura de Indiana Jones del protagonista. En realidad, nunca me subí a una balsa ni canoa en mi vida.
La sinotimia en medicina no existe pero seguro hice dudar a algún médico. La fruta “chapulencú” es tan inexistente como la honestidad de Menem, pero el nombre luce como indio.
Jamás he leído un libro de cultura mapuche (¿habría algo más aburrido?) pero dígame si un nombre como “Critaldo Nepumoceno” no suena a antropólogo experto en esas cuestiones. Si ponía Jack Mainfold, sonaba too gringou, si ponía Claudia Lapacó, muy mina para hablar de indios. Si usaba Juan Zylberman, demasiado judío para escribir de cosas criollas.
En cuanto a mi capacidad para distinguir un fruto venenoso de uno que no lo es, puedo decirle que con suerte distingo una naranja de una sandía (siempre que en el super tengan cada una de las frutas, cartelito al lado), pero que nunca sabré la diferencia entre un raviol de carne y uno de verdura salvo que lo diga la caja.
El relato de cómo nos encontraron, es, eso sí, totalmente real, no se aparta de lo sucedido ni un ápice, salvo la profundidad del cañón y la altura del cerro, que están brutalmente exageradas. Eran probablemente la mitad de los 450 metros que refiero en el texto.
Todo esto le servirá a alguien, espero, para comprender mejor como se escribe cualquier cosa, desde una receta de cocina a una carta de amor, pues todo lo escrito es texto, todo es literatura. Uno parte de vivencias propias, por eso es importante exponerse a la vida si se quiere escribir. Viajar, salir, mirar, andar, ver niños y mujeres y cine y teatro. Se les agrega a esas vivencias años de lecturas varias que yacen dormitando pero jamás olvidadas en el cerebelo de uno, formando un vasto archivo que va de Tolstoi a Sarmiento, de Whitman a Mallarmé, deja cocer esta mezcla a fuego lento, le adiciona un puñado de imaginación, libera sus dedos sobre el teclado de la compu como seguramente hacen los pianistas con sus teclados, también fuentes de arte y creatividad, y listo, nace un texto. Claro, luego necesita no una sino diez y quince y veinte lecturas y correcciones y recorrecciones. Hasta Borges corregía mucho (el Viejo decía que se publica para dejar de corregir) así que con más razón Ud. y yo que somos simples aficionados. Nunca mande un texto crudo, déjelo reposar dos días al menos y dedique ese tiempo a leerlo hasta el cansancio.
En resumen, el texto me pinta como yo quisiera ser: luchador por la libertad (por eso fui preso de una dictadura), intelectual (por eso me encarcelan en el pabellón de los ídem), solidario con los amigos (por eso salvo a Gastón del puma y rompo mi ropa para curarlo), experto en rastreo, orientación, ríos y etcéteras, capaz de sobrevivir comiendo cualquier cosa, diestro en la flora, etc.
Triste realidad, no soy nada de eso como Ud. ahora sabe. Soy un simple narrador de fantasías, un vendedor de ilusiones.

Finalmente, espero que no haya tomado tanta imaginación como mentira sino como ficción, que no es lo mismo. Al fin de cuentas, si Ud. no le exige realismo a Melville, Dumas o Defoe, ¿Por qué habría de pedírmelo a mí?